No es novedad que la carne es débil; que el acero la hiende fría y fácilmente, que los proyectiles la inventan en sus heridas, que el fuego la calcina o calienta, que la sangre la espanta o tranquiliza, y, en fin, que otra carne la atrae hacia sus costas. Se adapta a ser la potencia del sufrimiento y del placer, dos bufones que decoran las caras de la misma moneda.
El fisicoculturista delirado en sueños anabólicos exige al dolor la gracia estética de sus fibras musculares colmándose bajo la piel, trazando junto a las venas hinchadas las excursiones tanto tiempo anheladas por el cartógrafo arribando a terra ignota. Rezan eufónicos el «no pain no gain», más cerca de la devoción religiosa que de otra cosa.
En el monte Athos, lugar en que la carne duele a la vez que complace en su esterilidad y donde jamás una mujer puso pie salvo por circunstancias extraordinarias, los monjes acompañan cada una de sus tareas cotidianas mascullando un balbuceo que parece les cuelga de la boca. La oración de Jesús posterga en los labios un rumor resurrecto: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy pecador». De igual forma el reflejo de las pantallas invade cuando se apagan sus luces y resume el rostro a solas ante la respuesta de la carne, ante el vidrio negro, como si estuviese censando los abismos con que el aljibe seduce al sediento que se asoma atraído hacia sus costados y que observa, jadeante, que un espejo inquieta el fondo y que lo que empezaba por incluirlo a él muy pronto lo omite en la perturbación undosa del agua golpeada por la bajada del balde.
La carne exige al agua lo que el degenerado al pornógrafo: saciedad, pero también deformación, no sólo porque reflejado el rostro adquiere características proteicas, facciones acuosas y agitadas de las que luego opinan el idiota, que se espanta, y el esteta, que se fascina. Dos figuras que convergen las más veces en ser la misma fanfarria inconfundible aunque confundida en cuerpos diferentes o iguales.
El vientre del sediento exagera su protuberancia marcando la saciedad. Se deforma. El falo del degenerado, hinchado y excesivamente rojo, en esa colorada tez que únicamente es posible por el delirio de una fuerza que no llega a hematoma, pero que tampoco puede ser la ejemplaridad exultante de la pasión que recorre la carne abrumándola. Se deforma. El rostro adopta un rictus más bien reprochado a los muertos. Se deforma. Triste, idéntico al bandido despellejado por los apaches, imprime en los rumbos de sus enfermizas declaraciones el descarrilado ejercicio de una pasión efectuada en la impostura. Se engaña a sí mismo. Todo es la sensación de la deformidad. La carne se desfigura. Los ojos bailan desorbitados en las cuencas, y desafían en su trayecto a los perros que acaban enganchados en sus trances reproductivos y que podríamos confirmar —a riesgo del desatino y la corrección etológica— uno de los tantos avatares de la pasión. Idea de la carne exacerbada cuanto más fervorosa por la existencia del amor.
Sucede que amar es un cuchillo suspendido a cada instante de la vigilia —febril en el sentido ascético con que la plegaria suplica el perdón—, es la forma de aislamiento cerciorada en las mayores multitudes, y que sólo se entiende en esa inquietud que plaga hasta los tuétanos y se resuelve, aunque sólo parcialmente, en el encuentro, siempre ineficaz del todo, siempre insuficiente, pues nada menos que la fusión total bastaría para saciar el amor. Amar y ser amado implica necesariamente el deseo de la fusión. Y abandonadas las capacidades tecnológicas de forzar una condición de siameses tardíos, la única fusión posible se aplica al anhelo de devorar y ser devorado.
No ha sido consumada todavía una cercanía más radical, completa y pura que la de una persona devorando a otra. La caricia, el abrazo y el beso apenas conjugan la serie posible de manotazos de ahogado: bajo ninguna expresión o experiencia confieren a los amantes una cercanía que no sea la de estar corriendo dentro de un sueño, donde cada zancada recorre las distancias paradójicas como un Aquiles totalmente incapacitado para alcanzar a la tortuga.
Cuando luego de la transubstanciación los comulgantes mastican la carne y beben la sangre del Dios, el horror hermoso de lo sublime, que ha permanecido siempre idéntico a sí mismo por replicarse milenio tras milenio, se explica violenta y análogamente por la consagración caníbal de un deseo celestial de amor. Así lo proclama el Dios en Juan 6, 56: «El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.»
Las formulaciones de un panteísmo arcaico cobran realidad en el momento en que la carne y la sangre del Dios despedazado se colocan en la boca y el cáliz desliza hasta la extenuación de la última gota sagrada, volviendo a cada comulgante en esa refractación un reflejo eternamente renovado, igual que el mar visto desde un cementerio marino, igual al sediento que asoma su inconclusa razón sobre los bordes desesperados del aljibe en que se adosa para concluir la potencial saciedad en que asume su carne. Nada del pan y nada del vino puede desperdiciarse. La saciedad ha de ser total: la fusión completa.
Con las palmas abiertas hacia el altar, los comulgantes prestan atención al rumor eclesiástico del que son parte mientras repiten la historia una y otra vez en ese lugar vaciado de cualquier excentricidad temporal. La misa es, ahora, a la que unos pastores muertos de hambre y leprosos asistían ocultos y perseguidos en cuevas de Palestina.
Los amantes comprueban del mismo modo que sus cuerpos trabajados por la pasión recorren distancias incalculables pues cuanto mayores son sus deseos, mayor es también la mismidad histórica que representan dentro de la medida ritualística en la que participan sin saberlo. La especie humana, que gestiona como ofensa su posible animalidad, se reproduce en sus actos, sean de victoria o de derrota, sean de paz o de guerra; pues ella existe en los ritos.
Las mantis religiosas, que arrojan hacia delante sus extremidades superiores con el fervor de los comulgantes ante el altar, se unen por el furor ancestral de preservar su especie. Rudimentos de amor en sus épocas. El conato, dictaminado en que cada cosa desea perseverar en el ser en tanto que cosa, las condiciona en las acciones de apareamiento, desove y eclosión. Con una característica fundamental que media en las posibilidades de rubricar su acontecimiento en este mundo: el canibalismo.
Un exagerado dimorfismo sexual hace que la mantis hembra sea de un tamaño considerablemente superior al macho. Al finalizar la naturaleza de su unión, la hembra persigue, con una seriedad pocas veces atestiguada entre humanos, los designios de una petit mort que, por ser ellos de tamaño reducido, se agiganta y concluye con el macho perdiendo la cabeza entre las mandíbulas verdes de la hembra, que lo decapita y devora, que nutre, congestionada de creación, el porvenir de sus crías con la segada posteridad de su pareja reproductiva.
Pero no es en la mantis teológica en la única especie que se manifiestan tales prácticas. En las arañas es igualmente común, el caso de la viuda negra arrastra testimonios acaso más populares que le han conferido nombre a mujeres que hayan asesinado a sus parejas sexuales. Sin embargo, las privaciones homicidas particulares a dichos casos no tienen que ver con la manía fulgurante en que pierden la cabeza los amantes llevados a la necesidad imperiosa de unirse y confluir renovados en la unidad primigenia de la que fueron despojados en el instante del nacimiento. Pero no apuremos a este texto con la necesidad de explicaciones de la que sólo su carácter lúdico lo disculpa.
Armin Meiwes y Bernd Jürgen Brandes, apuntaban hacia idénticos motivos: a una parte devorar, a la otra ser devorado, en actos impresos por la búsqueda de placer, concedido —¿quién sabe?— por la unión total y los trastornos. Y sin embargo, no se conocían desde antes de contactar aquella primera vez por medio de internet en el año 2001, por lo que son, más que amantes desbocados, insectiles como la mantis. Cuando la policía descubrió lo sucedido, incluidos la escena del crimen y las filmaciones de la faena, Meiwes llevaba devorados unos veinte kilos de la carne de Brandes. Restaban en refrigeración bastantes más. No parecían sino las despensas alimenticias de un hombre soltero que vive solo con su perro. No se conocían de antes. No eran nada más que simulacro y consumo descerebrado. Algo así como un McDonalds un poco más perverso. Apenas poco menos anecdóticos que aquél suceso lautreamonteano y «bello, como el encuentro fortuito, en una mesa de disección, entre una máquina de coser y un paraguas». Lo primero que iba a ingerirse era el pene. Pensaban compartirlo, pero resultó incomible y Brandes estaba demasiado débil para siquiera intentarlo. Acabó siendo comido por el perro.

Encima de su presencia, los amantes se convergen el uno con el otro, cada cual consigo mismo, unidos ora en el beso, ora en el coito, ora en ambos. Indolentes ante los mandatos repugnantes de cualquier demiurgo, retornan a los dominios desde los cuales la completitud asoma sus posibilidades en la carne. Roberto Calasso, en el capítulo III de Las bodas de Cadmo y Harmonía, se adentra al laberinto de relatos y consideraciones amorosas con que los mitos griegos habían inoculado al pueblo que los relataban, elaborándolos y reelaborándolos cada vez en la constatación de las variantes producidas por unos dioses que todavía estaban vivos y habitaban el mundo de las gentes que se dedicaban a sacrificarles pingües ganados y a dedicarles altílocuas composiciones. Gentes con las que ocasionalmente se unían, no ya en rituales como la eucaristía, sino carnalmente.
En un momento del capítulo en que ahonda en la condición sexual de las mujeres en las polis griegas, se detiene en aquellas que buscaban refugio y el amor en otras mujeres. Cansadas de la misoginia y demás miradas sospechosas que imponían en ellas una suerte de maldad inherente que la pasividad atribuida les otorgaba, desenvolvían sus ansias que las volvían significado de un término: «la palabra tribádes, "frotadoras", indicaba las mujeres que aman a otras mujeres, como si en el furor de sus amores quisieran consumir la vulva.» Desean consumirse, pues, contorsionadas en el mismo trance en que se contorsionan todos los amantes y todos los seres que moribundos tensan cada movimiento y hacen de sus tejidos corporales y flujo desatado por ese mismo conato que apremia —que a todos apremia— en el juego insensible de seguir con vida.
La unión convoca a que por lo menos dos partícipes deseen devorarse, siendo el uno dentro del otro. Necesitando el sacrificio de uno para que ambas partes consigan el placer tan anhelado de la unidad. Herejes gnósticos todos los que se aman con pasión. Atrapados en la movilización total de reducidos ejércitos compuestos por nada más dos soldados, avanzan sobre el vientre de la tierra demacrada y parásita hasta encontrarse; y a los pies de su encuentro hallan signada la necesidad enfermizamente lúcida de encontrarse ya no más cubriéndose los lomos el uno al otro, sino en una compenetración tan sólo obtenible por los medios de la ingesta, la eucaristía pagana que adivinaron los griegos con esa deidad trashumante que les llegó, joven e insolente, desde oriente, pues el afán primordial de los misterios dionisíacos suponía la entera reducción de las distancias y la consagración de la unidad que lograba reinaugurarse por medio de un furor orgiástico.
Dionisos, dios indescriptible, fue criado, según una de las variantes míticas más extendidas, por las ménades, ninfas que lo seguían con fidelidad devota, inspiradas por el soplo demente que el dios les insuflaba. Cumplida la crianza, se dedicaron entonces a impartir ejemplo para que las bacantes —mujeres mortales— las imitaran durante los misterios dionisíacos. Solían practicar el sparagmos, un descuartizamiento ritual que requería el despedazamiento de una víctima viva cuyos pedazos servirían de alimentos crudos para los participantes. Esa ingesta de carne cruda y viva lleva el nombre de omofagia. Dionisos orgullosamente ostenta el epíteto de Omófago: es el triunfo de lo salvaje sobre la cultura, de la violencia desinteresada por sobre la mera idea de bien y mal: es el humano festejando la comunión animal con un dios que ofrece la eucaristía revisionada y que fuera él mismo despedazado por los titanes cuando todavía era conocido como Zagreo; como Osiris, cada año vuelto a montar, reensamblado en sus partes descuartizadas por los egipcios que seguían el ejemplo de Isis; como Jesús, que se vuelve uno con los comulgantes que sacian el hambre y la sed con su carne y su sangre.
A pesar de ello, el amante no quiere ser uno con el todo, sino uno con el amado. El amado, que no es el divino Amado de San Juan de la Cruz, sino el amado mortal y herido, letal en sus propias circunstancias. Disueltos los pilotos adolescentes de los EVAS en Evangelion, deshacen sus almas y conciencias para fundirlas con el espíritu de la máquina —the ghost in the shell—, sus madres, pactando un retorno natural hacia la gestación primigenia. Así el amante se dirige hacia el amado, mientras rastrea las huellas que lo conducen por el rumbo deseado contra la completitud original, y hacia la completitud renovada.
Hesíodo, en la Teogonía, desenvuelve un pasaje en el cual el canibalismo significa el paso necesario mediante el cual Zeus alcanza la condición de omnipotente. Traduce el querídismo Luis Segalà i Estalella: «Zeus, el rey de los dioses, tomó por mujer primeramente a Metis, la persona más sabia entre las deidades y los mortales hombres, la cual iba a parir a Atenea, la diosa de los brillantes ojos, cuando aquel, engañándola con astucia por medio de seductoras palabras, la introdujo en su vientre, como se lo aconsejaban la Tierra y el estelífero Cielo. Así se lo indicaron para que no fuese desposeído de la dignidad real por ningún otro de los sempiternos dioses, pues el hado había dispuesto que de Metis nacieran hijos muy inteligentes: primero, la virgen Tritogenia, la de los brillantes ojos, tan poderosa y sabia como su padre; y después, un niño de corazón soberbio que llegaría a ser el rey de los dioses y de los hombres. Pero antes de que esto ocurriese, Zeus introdujo en su vientre a Metis para que le diera el conocimiento del bien y del mal.» (vv. 886-900).
Afirmativamente, el dios se reconforta al saberse conteniendo la pieza crucial para su despliegue definitivo. Absorbiendo el contrario, lo otro femenino, fundamenta su perfección dentro de los márgenes en que existe: rompe el tiempo y el espacio, en los que se convierte antes de huir del mundo hasta nuevo aviso. Al devorar, viola sus límites. Abjura de lo vulnerado y consagra el don mismo del que la marioneta disfruta al encontrar dentro de su cuerpo la mano que la dota de vida y le brinda en su entrega las delicias de la posibilidad. La unión devoradora hace al dios con los principios con que también hace a la marioneta.
Los amantes reventados por la pasión y la impotencia a que los induce la injusticia de no poder retornar el uno al seno del otro, conformando la entidad debidamente proclamada por la unidad de ambos, optan por morder, por apretar, por marcar y arañar. Y por entero lo realizan bajo premisas que presienten pero pocas veces siquiera tratan de explicar o acaso comprender. No necesitan, ni mucho menos, comprenderse mutuamente. Si se comprendieran, tal vez desaparecerían los trazos de interés; de tal modo cesarían cualquiera de las tentativas de proseguir con las exploraciones y las tectónicas imantaciones que los arrastran al deseo infame de destrozarse en un golpe que finalmente los una, así sea en sus restos, siguiendo lo que sucede con los escombros humeantes y vivos en rescoldos de un edificio de apartamentos demolido: otrora bien dividido, cada piso era suyo, cada puerta correspondía a un apartamento, es ahora esa salvaje mudez que sólo se tiene a sí misma como referencia, en la que cada ladrillo es el mismo sin importar que perteneciera al primero o al último piso, y lo que pierde de distinciones y particularidades lo gana en completitud: la unidad de una destrucción que renuncia a las distancias.
Escribió Bataille: «decir que un beso es el comienzo del canibalismo es reconocer la relación inherente entre Eros y Thanatos, romance y horror, devoración y destrucción». Y por cierto que aproximándose, obtienen plena conciencia de sus discontinuidades. Caen presa de la pasión, y es allí cuando fulmina la seducción visceral en que la carne del amado sustrae del amante el recuerdo de su expulsión, de no formar ya parte de esa completitud deseada. Con la mirada fija parecen preguntarse mutuamente «si no me devoras, ¿quién seré yo?».
Narraciones y fuentes míticas sobre canibalismo y antropofagia existen por los miles. Un gran número de ellos da cuenta de un tipo de canibalismo enarbolado propiamente como método para someter a castigos a quienes hayan infringido alguna norma o cuya existencia amenace las órdenes del hado. Administrando debidamente las pasiones, entre ellos aparece uno particular: el tópico medieval del Corazón Devorado, por medio del cual se vehiculiza la consecuencia penal de una transgresión a la sagrada institución del matrimonio: una mujer, tras entregarse en su espíritu a las pasiones adúlteras, acaba devorando el corazón de su amante sin saberlo, luego de que éste sea asesinado, cocinado y emplatado por su legítimo esposo. El horror, el horror. No obstante, al ingerir ella el corazón de su amado, han abjurado ya a las distancias y en esa violenta cercanía distribuida por los dientes que mastican y la garganta que deglute, pactan la unión irrevocable de hallarse para siempre transparentes y librados del secreto.
Un ejemplo maravilloso se encuentra en el enigmático Lai d’Ignaure, poema largo [lai] escrito en el siglo XII por un igualmente enigmático Renaut. En él se canta la historia particular en que doce maridos se alían para asesinar a Ignaure, quien, haciéndose pasar por cura, corteja a la esposa de cada uno de ellos y, luego de una serie de complicaciones, acaba siendo obligado por ellas a elegir sólo a una. Cosa que hace, y sella su destino, pues el despecho que sienten las once restantes las lleva a confesarles todo a sus maridos, quienes comienzan las conspiraciones para terminar con la vida de Ignaure. Pero los maridos no se contentan con asesinarlo, está claro. Así es que reducen su corazón y genitales —ambas fuentes de la pasión descarriada— a la forma de una pasta que más tarde cocinarían para dársela de comer a las doce mujeres adúlteras sin que ellas lo sepan.
Fantásticamente, el esposo, al actuar con el fin de poner un castigo sobre el adulterio de su esposa, despliega una reproducción del adulterio, esta vez inscripto metafísicamente a un último y curioso acto de cuckold que a lo mejor le pasa inadvertido. Pero eso es harina de otro costal y la panadería ya está cerrando.

De igual forma que el caníbal, el cirujano renuncia decisivamente a las distancias. A uno lo convoca la necesidad de introducirse y al otro la de ser penetrado, no por el ágil filo de los proyectiles o del cuchillo, tampoco por el falo infinito al que reclamaban sus penurias las pobres cocottes decimonónicas. El caníbal, inherentemente dialéctico, se introduce al ser penetrado: abandona su estado de soledad que lo ha hecho perdurar bajo su nombre y los demás disfraces con que se hizo como sus primeras armas, es despojado de las precisiones ingenuas de la separación y efectúa en su alquimia alucinatoria la permutación del espacio que impedía su unión a la persona amada, suturando los mares; con mano saciada y trémula, hermética y enfermiza, cuando ingiere la carne humana se convierte en el ingeniero civil que al construir puentes transgrede las aguas y sus abismos y une a los pueblos y facilita la vida y los trajines cotidianos.
En la intervención quirúrgica, que puede ser de extracción o adición, hay una apertura de la carne escoltada por la introducción: las manos que revuelven bajo los artificios del acero que se hundió primero; las manos que penetran y se mantienen allí para defender o atacar un orden. En el canibalismo lo que se introduce es la carne hacia la carne, hay una inversión: en lugar de ser anfitriona, deviene en huésped. La fuerza intimista invierte su dirección: en una el organismo descansa inmóvil ante la acción externa y en la otra es la acción externa la que sustrae de su inmovilidad al otro a quien convierte en alimento.
A diferencia de los amantes devoradores y devorados, el cirujano dispone entre sus manos habilidosas los métodos para dirigir lesiones en la carne con la precisión de quien busca curar en el daño y dañar en la cura, y cubre al hendido en paños quirúrgicos que lo reducen a un diminuto recinto bien parcelado, que es la región específica en la que se actuará. Esto quiere decir que rehúsa la totalidad. Reniega de la unidad. No le interesa en absoluto la consagración unívoca a la que tan pronto se abocan los amantes. No le interesan ellos, ni sus deseos ni el tiempo que los separa al cubrir una de sus partes entre gracias de formaldehido.
Mientras operan a uno, el otro espera. Comporta la indefensión animal del jaguar partiéndole el cuello entre las fauces. Quizás se come las uñas esperando su turno en el paso fronterizo, donde los aduaneros van a revisarlo y desnudarle el juicio, a fuego lento la cocción para de repente hincar el diente sobre la carne y devorar al fin sus entrañas. El tiempo es caníbal. El humano es el tiempo.
Los amantes hacen el tiempo, igual que Penélope cuando teje por el día y desteje por la noche, tarea que aún desempeña y aún desempeñará por los siglos de los siglos. Penélope, al tejer, no se dedica a elaborar un manto, sino que se entrega a la elaboración del tiempo. No sólo hace tiempo demorando su destino: hace tiempo trascendiéndolo, deteniéndolo para un Odiseo que todavía está ausente, advenedizo, por llegar. Como el Dios, que existe en el futuro, siendo eternamente despedazado e ingerido.
— Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie, Et l'obscur Ennemi qui nous ronge le coeur Du sang que nous perdons croît et se fortifie! (L'Ennemi. Baudelaire.)