A pesar de que la alarma había sonado a las 3:30 de la madrugada, nada parecía moverse en el museo. Fue necesario que luego de diez minutos la alarma se disparara por segunda vez para que el sereno saliera a dar una vuelta, sólo con el fin de corroborar su soledad dentro del viejo edificio. Y así fue. Tras una rápida inspección ocular, nada excedía las crudezas de la normalidad; sus ojos se dormían en lo familiar de los panoramas. Nada indicaba que algo estuviera fuera de lugar al interior del Museo Olarreaga Gallino de Bellas Artes y Artes Decorativas. No obstante, como si la noche fuese cobrándole importancia a un acto clandestino, cuando los primeros funcionarios fueron llegando, poco antes de las 7:00 de la mañana, hubo uno que atendió a la perplejidad: el Gaucho de la Sierra, pintado por Blanes, ya no estaba. Llamaron, entonces, a la policía, que partía a esa altura con una desventaja de tres o cuatro horas.
Era 26 de marzo, un martes del año 2005. Semana de pascuas. Las escasas fuentes no se ponen de acuerdo al determinar el número exacto de autores: una habla de tres, otra —que copia la opinión de un comisario— habla de uno, y las demás optan fantasmagóricamente por omitir el detalle. Sin embargo, la logística no debería haber exigido a más de uno. De lo contrario, mucho hubiese sido el riesgo de torpezas.
Alguien ingresó durante la madrugada, presumiblemente a través de la banderola de uno de los tantos baños de la antigua residencia devenida en museo; con la rapidez que le demandaba la situación traspuso silencioso los sucesivos umbrales que lo conducirían ante la pieza deseada, y en pocos minutos despachó el trabajo, por el cual se había convertido primero en intruso, luego en ladrón, y por último en fugitivo. Casi por una estricta fidelidad a la realidad, dejaba atrás apenas unas pocas huellas de su paso: la escalera con que se auxilió para su escape donjuanesco de cruza techos, una frazada y dos bufandas que envolvían el cuadro, y la ausencia delatada por un rectángulo en la pared en el que la pintura estaría un poco más clara.
Tres días después, el 29 de marzo, las autoridades dieron con el marco, que ahora excluía la posibilidad de la pintura: no estaba allí. El artífice que se encargara de separar la tela del marco, no demasiado quirúrgico en la precisión de sus cortes —aunque no por ello incapaz de separar la buena mies de la cizaña—, cortó la tela con unos tajos dignos de matarife, dejando en el marco retazos del contorno, jirones y hasta harapos.
Casi tres meses habrían de pasar hasta que la pintura fuera recuperada a mediados de junio. Se encontraba en un domicilio del barrio 40 Semanas, en Montevideo. Pudo darse con ella gracias a que se vinculara su robo al de otras pinturas en San José de Mayo: tres cuadros de Figari, de la serie de «Las lavanderas». A partir de acá, la información se torna otra vez escueta. En todo momento la decisión oficial, tomada en conjunto por varios organismos gubernamentales, fue la de no dar detalles con el fin de evitar que cualquier imprevisto alterase el orden de las investigaciones.
Más allá del relato oficial, casi tan breve como olvidable, se sabe o sospecha que el robo fue realizado por encargo. Figúrese: una pintura valuada en 70000 dólares, protegida bajo llave raquítica en una ciudad del interior del país, que supo ver décadas mejores y que ahora se ha demacrado. Poco más se conoce de los hechos. En la actualidad nada nos autoriza a suministrar alusiones precisas; sino que, antes bien, nos obliga a conjeturar. Y esa es, para colmo de males, una suerte habitualmente esquiva.
No nos quita el sueño, puesto que los modos en que ignoramos algo son tanto y a la vez más importantes que los modos en que lo conocemos. De todas formas, lo cierto es que el modus operandi del robo no conforma una peculiaridad de la que emanan mayores intereses o inquietudes. La grandeza de este suceso particular está más cerca de la operación vanguardista que de la jurisprudencia.
Que el cuadro haya sido robado bajo la motivación de incluirlo a los circuitos internacionales de tráfico de arte sugiere ahora menos que una fábula. Ese suceso, si alguna vez fue cierto, murió en 2005. Hay, sin embargo, una parte de los hechos que hasta hace poco permanecía con vida, en carne viva: cuando en junio de 2005 la pintura fue recuperada, las marcas que la adornaban se hicieron imposibles de obviar, nada frívolas, mucho menos anecdóticas. Sobre todo dos de ellas, porque entonces no surtió efecto su mirada: al Gaucho le habían arrancado los ojos.
Quien se roba una pintura propone un pacto: aceptar el robo a cambio de que podamos fingir que esa pérdida afecta en algo nuestras vidas. Arrancarle los ojos implica una movida de lo más arriesgada: invitar al espectador posible con alguna tentativa de toreo: aunque se restituye la obra a su lugar original, hay una herida que intercede inexplicablemente entre ella y quien la observa. Al haberse vaciado sus ojos, la línea humana de contacto sucumbe. No son ya los ojos ciegos por los cuales Baudelaire interrogaba «¿qué buscan en el Cielo todos esos ciegos?» [que cherchent-ils au Ciel, tous ces aveugles ?].
Dos pequeñas rajaduras. Ese vacío rasgado en la tela, al que corresponderían sus ojos, nos impide estar ante el Gaucho de las Sierras: ese gaucho, que no se sabe bien hacia dónde mira, se ha emancipado, no sólo de la mano que lo representó, sino que también de la realidad misma, en que se encontraba inmerso y estático: primero lo remueven con violencia de sus límites físicos —el recinto del museo y el marco—, y luego, picándole los ojos, lo sustraen de su marco de referencia, pues la reproducción mimética del retrato de esa persona acaba transgredida por la intervención externa, dotándola con una capacidad expresiva infinitamente más hermética y apabullante: no se ven sus ojos, sino que se ve a través de ellos; y no son las pánicas llanuras del campo las que brotan, más bien lo hace la madera del fondo de su marco. Su actitud, sus expresiones revelan invariablemente sorpresa o éxtasis, terror o beatitud. Así que, hasta que lo volvieran a fijar al marco, por un tiempo existió la posibilidad de contemplar el mundo desde esos pequeños agujeritos, laceraciones abiertas, como si de prismáticos se tratase: veríamos la perspectiva inversa, lo oscuro, vislumbres de aquello invisible que escapa.
Roberto Juarroz lo afirmaría, lejos y sin saberlo, en el poema 68 de la Sexta Poesía Vertical, que abre con la exaltación de quien se quita los ojos: «He descartado la mirada para conocerte». Astucia similar a la de Tiresias, el vidente ciego de Tebas, a quien lo despojan de ojos por haber visto lo que no debía, para más tarde recompensarlo con la capacidad de vaticinar, de ver, no el ahora, sino el porvenir. Lo que se pierde de ojos, se gana de visiones otras. Se está tan libre de ojos como lleno de miradas. Una postergación de lo inmediato en pos de la lucidez. Esa cosa tan terrible a la que fue sometido el Gaucho, no sabemos si adrede o accidentalmente. Esa cosa tan sencilla y que no obstante se cobra con usura los ademanes de su horror.
«Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Co. 13:12); como luego Baudelaire, Juarroz y hasta el ladrón del Gaucho, antes Pablo de Tarso, el esteta, fijaba en la primera epístola a los corintios sus consideraciones sobre la visión, que es siempre oscura; sobre el ojo, que es siempre digno de ser arrancado. Bajo esos golpes inclementes percibía entre chicotazos como rebenques las cosas demasiado claras.
Al Gaucho lo revuelca una obsesión a cuya puja nunca habría logrado hacer frente: su contemplación dentro, la mirada fuera, y la piedad arrancándole los ojos por haber atestiguado los dogmas de su servidumbre austera; condecorada, en última instancia, por esa pasividad con que fue entregado a los muros del museo en ciudad del interior, tan custodiada como celosamente se guardan los montones de polvo, migas y tierra dentro de los tarros de basura. El Gaucho de la Sierra ve menguada su violencia rural contra los muros y entre los zócalos señoriales, de estilo italiano, bastante kitsch, rocambolescos rococós, también desarrapados, deseándose dieciochescos, iluminados. El Gaucho, matrero, mestizo, de reluciente facón, aro de oro en la oreja, sin necesidad de más techo que el que le deparen los cielos, perseguido, asesinado, luego retratado y reivindicado por sus verdugos, no coincide en nada con ese lugar a cuya complicidad quieren obligarlo. El ladrón suscribió a esa opinión.
Antes de que lo restauraran y le devolvieran los ojos, daba la impresión de que siempre se encontraba en plena revelación, de que no tuviera él momento decisivo alguno. Seduciendo accidentes, dando la bienvenida al intruso, a lo no invitado. Cada vez era nuevo. Mientras estuvo intacto, es decir, sin dañarse y rajarse, el Gaucho apenas se aproximaba a su imagen: no sería un gaucho, claro, sino su representación. Blanes, el pintor de la patria, lo retrató centrado, seguro, con un leve esbozo de sonrisa, el chambergo ligeramente ladeado, la mano izquierda en la cintura en forma de jarra, desafiante, extendido. Detrás, al fondo a la derecha, vemos a su caballo, que gira el cuello casi antinaturalmente y observa hacia nosotros con la potencia de un estoque. Y así se deslinda de ser meramente la imagen de un caballo para convertirse en algo más: el vehículo descarriado, la tracción a sangre subversiva, aunque curiosa e inocente en igual medida, ya que mira con ternura en dirección contraria a la que apunta su cuerpo.
El caballo no es el caballo, porque jamás se quiso que lo fuera. Sin embargo, el Gaucho, una vez cegado, deviene, esta vez sí, en ser un gaucho. No una imagen, no una representación cuya intención es la de ser una suerte de tipo idealizado. Más real cuanto más duro es su daño. Si el caballo mira hacia atrás, nosotros, a través de los ojos del hombre, vemos igualmente hacia atrás, hacia todo el mundo que se oculta a sus espaldas, a la policía rural disparándole sus máuseres desbocados por la espalda, más allá del horizonte, más allá del plano y de la pintura misma. Los ojos agujereados son capaces de mostrarnos un punto en el que convergen todos los puntos del mundo. Para ello sólo haría falta saber ubicarlos bien. Those are pearls that were his eyes! Sin embargo, una vez quedara fijado nuevamente al marco, la tarea se imposibilita. Pero ese corto período de tiempo fue uno de libertad total.
Tuvieron que pasar dieciséis años para que, en 2021, se concluyeran las labores de su restauración, dirigida y organizada por autoridades del Museo Blanes en Montevideo. Dieciséis años para que le devolvieron sus ojos.
¿Cuánta franqueza hay en perfilarse hacia delante, enfrentando primero al pintor, y más tarde a los sucesivos artífices de su mirada? Esse est percipii, ser es ser percibido, dice empírico Berkeley. Rilke, en ocasión de la Octava elegía, prosigue: «He aquí a lo que llamamos destino: estar en frente / y nada más, siempre en frente». Más tarde añade: «Y nosotros: espectadores, siempre, por donde quiera, / vueltos hacia todo, pero jamás a la lejanía. / Las cosas nos desbordan. Las ordenamos. Se disgregan. / Las ordenamos nuevamente y nosotros nos disgregamos.» La trampa es infinita.
Al final, con con esos ojos para no ver y oídos para no oír, el Gaucho, curado de espanto, fue de inmediato admitido de vuelta en la familiaridad de lo real. Poco es accesible en internet acerca de sus andanzas y derroteros. Ni siquiera sus marcas bélicas siguen aún en pie. Quienes lo contemplen quedarán por fuera de esa complicidad enternecida en la que saber su historia los involucraría. Una historia que no parece interesarle sustancialmente a nadie. Salto, como de costumbre, ha renunciado, en favor de no se sabe muy bien qué, a sucesos extraordinarios que tuvieron como sede a sus calles y esperanzas. Salto es un universo cerrado. Pero este es un hecho abierto, difícil y farragoso. No estamos en el interior del país, como suele repetirse. Salto está a un costado, casi afuera, a punto de partir. Más cercano a no estar que a estar.
Uruguay no ha sido descubierto todavía. Los ojos picados en esta pintura nos permiten una tenue vislumbre de sus excentricidades y conspiraciones estéticas pasadas por alto. El Gaucho observa, en Salto, una referencia, la demasiada lontananza, desde hace algunos años con ojos nuevos, igualmente inquietantes, de vidrio, de doble impostura. Hoy, restaurado, no se encuentra restituido a su mirada, sino en la forma del parasiempre que le impusieron aquella noche bajo extraña custodia. La primera vez que lo vi, un rato ignoré si veía o evocaba.





