Estaría casi perdido en aquél momento. Casi deseando que le trajeran una pala para comenzar el responsable proyecto de cavar su propia tumba. Los cuarenta o cincuenta miembros de la audiencia miraban, con distintos grados de interés, en dirección al tipo sudando copiosamente, con las manos trémulas apenas capaces de sostener el papel, empapado y desgajándose, y con las rodillas a punto de perder el valor que las sostenía lejos del desmayo.
Estaba como espantado el tipo. Juan fue, al menos hasta entonces, su nombre. Juan, como cualquier Juan que cualquiera conozca. Hasta yo mismo soy Juan si me miran rápido. Espantado, sin mucha complicación metafísica. Un privilegiado, sin más. No parecía rogar al dios una potencia que aterrizara y recompusiera su alma. Tan sólo estaba ahí, parado delante de cuarenta o cincuenta personas. No es posible decir que estuviera petrificado, porque temblaba, de a ratos, igual que una gelatina. El cliché de la metáfora ayuda a que dimensionen su imagen mental.
Esa tarde, sin pensarlo mucho, debía presentar quién sabe qué tema. Nunca llegamos a saberlo. Está claro que no logró hacerlo. No podría jamás, a decir verdad. Aunque no quisiera ponerme ahora a hilar supuestos y tender conjeturas, intuyo que seguirá enfermo. Así, enfermo casi de los ojos que parecían vibrarles con un borde de llanto. Ustedes me entienden. No ciego, pero algo mucho peor. El ciego pierde algo, y gana, las más veces, algo mucho mejor. Tenía mirada kilométrica, de animal cazado, de soldado en la trinchera saludando a las bombas. Temblando, tardío, sosteniéndose por arte mágica, rodillas blandas, de barro con mucha agua. Su arcilla corporal no valdría para nada más. La boca apenas entreabierta, temblorosa también, para conceder la certeza de alguna sintonía.
El póster que anunciaba su charla —conferencia, cátedra o, en fin, ese soliloquio con orillas de síncope que intentaría dar y que nunca daría— estipulaba que allí se hablaría acerca de un austrohúngaro salvaje, prosista oscuro y desconocedor de cualquier cosa que no fuese olvido. Nada se dijo de aquél, aunque todos pretendían poner oído. Se llamaría tal vez Sándor, Miroslav o Johann, huérfano, víctima de la carnicería acaecida en la Gran Guerra, enfermo terminal de una neurosis que acabaría, como con tantos otros, con un tiro acá o allá, casándolo con su hermana melliza o con su madre esquizofrénica, dándole para morder anzuelos en una morgue o para disfrutar de los goces de la cocaína. Pero, así es la vida, y no pudimos conocerlo. Qué más da, ¿a cuántos no conocemos? ¿Acaso no resulta imprudente conocer?
En fin, damas y caballeros, en fin. Durante ese trance histérico de nervios, un espectador viejo, de esos canosos porfiados que odian esperar mucho porque saben que les vienen tocando la puerta, lanza la única piedra:
—Tranquilícese, joven. Tome agua. Compóngase, que tan sólo tiene que matar a un hombre.