La razón amputada y el silencio
Blanchot glosa a Kierkegaard: «No hay comunicación a no ser que lo que se dice aparezca como el signo de lo que debe estar oculto. La revelación está toda ella en la imposibilidad de una revelación.»
Inevitablemente postrados ante un mundo que es pródigo con sus imágenes y sucesos, la angustia remueve las vendas de sus portadores, nosotros, y, más allá de la posibilidad de una herida, nos despoja de la mirada y los sentidos. Del mismo modo que el amputado acaricia con sus prótesis a la mujer amada, así es como hallamos el acto de la comprensión: la ingenuidad que cree colmar algún aspecto que no sea la impostura de nuestro deseo de que las cosas sean tal y como imaginamos que deben ser.
Él, con sus brazos amputados luego de un terrible accidente —tal vez la caída—, siente apenas un límite sobre la carne de la amada, que ya ni siquiera será su piel, y sólo materia inerte, blanda y deseosa, pues desde el plástico no sentirá su calor ni las pulsaciones. Sus muñones, imperturbables dentro del armazón de las prótesis, transpirarán y todo su espíritu desearía adentrarse pieza por pieza, partícula a partícula, dentro de la amada, que yace comunicante y sobria, demostrando el rostro que sí lo siente y que por tanto jamás podría permitirse la impavidez. De tal forma se introducen al monólogo, ese que difícilmente presenta el sentido que se nos tienta a concederle: la vida.
¿Qué diríamos si cada uno de nosotros está igualmente imposibilitado, a tientas por los muslos amados, por el abdomen querido, sin sentirlos, aproximándonos al contacto nada más que con objetos extraños a los que apenas podemos llamar nuestros? Incapacitados, igualmente, para sentirlo todo del todo. Acabamos cada día intactos, a pesar de que nos hayan molido los huesos con cada uno de los umbrales a través de los cuales se torna imposible cruzar.
Y de quien experimente la pureza, de ese me compadezco. Envidio su destrucción más sincera y me compadezco de que haya entrado al mediodía con la mirada apuntando directamente al sol. Que nadie le reproche nada. Sabrá de plenitud cuando quieran arrancarle una verdad de entre las manos y éstas estén vacías.
Se demora insensato en esa aspiración sin descanso. Cada mañana recurre a leyes en las que va empezando a desconfiar y las describe junto a sus pares utilizando palabras en las que confían cada vez menos, pero asimismo sin descanso. Piensa en lo bello y estira la mano fantasma, libre de toda confrontación, hasta alcanzar en su recuerdo las imágenes e historias aquellas por las que vivió en carne propia las gracias del encanto, la hermosura o el horror.
Sin embargo todo eso reposa en él y nada más. En sus pares halla la dulzura de ciertos puntos en común, como una serie de vasos comunicantes a través de los cuales la realidad se traslada. Está solo en su cuerpo, sin embargo. En sus multitudes solo. Es capaz de transmitir pero está impedido. No dice lo que es, y cada cosa en que está interviene sobre su posibilidad de comunicarse con quienes sabe que también han vivido.
Todo es la sensación de la inexactitud, su boca está rota en lo incompleto, su lengua mutilada como la del tartamudo que jamás llega al final del recorrido. Peor sucede cuando descubre absorto que las palabras sólo han dicho algo que ya no quería decir, y que ha sido en vano el esfuerzo y la vaguedad una angustia cerrada.
Aún así no puede callar. Cualquier ansia de hacerlo desemboca en el afán de encontrarse declarando nuevamente, sumido otra vez en la más vasta ambigüedad. Silencio, ¿acaso por esto o por aquello?
Toda tentación de hablar está siempre entregada a nadie, como la extremidad fantasma que duele todavía. La promesa radica en la espera absurda —las más veces desmesuradamente absurda— de alcanzar al otro que, aún bajo la insignia de también ser nadie como uno mismo lo es, pueda con toda fuerza de sensibilidad estar igual que ante un espejo en que los significantes refieren a cosas similares y no azarosas. Espejo, aunque sea uno deformado, de esos demasiado cóncavos o convexos, o llenos de ranuras y relieves que desfiguran la imagen. Eso es la comunicación: revelar las cosas que no decimos entre los escombros de lo que sí; de igual forma que «rosa», para Mallarmé, designa a todas las rosas ausentes, sustrayendo del abismo hasta a las que son inexpresables absolutamente.
Las cosas aguardan inquietas por identificarse y comprenderse —sesgadamente o no—, por malinterpretarse, con desconcierto o malicia, o con la ternura de los amantes que conducen la lengua de la carne y la fusión febril más allá de la prótesis, o con la rabia del golpe y la vesania del asesinato. A pesar de ello hay un silencio que nos une todavía mucho más. Exageradamente más. Del todo.
Callados, procurando una respuesta como quien espera el alba. Salvajes e insólitos mientras buscábamos explicarle a la razón que debía cerciorarse, a partir de entonces, de la conciencia de su propio fracaso. Aunque no obstante, era ella —ay— y no el sinsentido desde el que imponíamos la disolución racional, quien intervenía sobre sí misma para comprender que somos irracionales. Es en ella que proclamamos hasta la descomposición silábica del canto «debemos entontecernos, es preciso que nos volvamos locos». Librándonos de ella nos aproximamos a su centro. Y si giramos el rostro cerca de la salida del infierno para verla, comprobaremos con algún pasmo que no hay nada detrás y que estamos lejos de ser el Orfeo que creíamos, quien viene, en cambio, delante nuestra, mirándonos desde que comenzamos a subir. Porque jamás ha dejado de mirarnos. Es la razón, cuyo rostro desencajado nos envía al comienzo, inermes. Jamás ha dejado de mirarnos para que hablemos y aceptemos estar en libertad bajo palabra. E igualmente, sin importar qué, yo digo que es necesario que perdamos la cabeza, porque si esta vida es invivible, ¿cómo explicamos que eso sea precisamente lo hermoso?